sábado, 16 de abril de 2011

El atrio de los gentiles

EL ATRIO DE LOS GENTILES LANZA EL DIÁLOGO ENTRE CREYENTES Y NO CREYENTES


Inaugurado en la sede de la UNESCO de París


PARÍS, jueves, 24 marzo 2011.- Ante diplomáticos, funcionarios internacionales, y representantes del mundo de la cultura, tuvo lugar este jueves en la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación y la Cultura (UNESCO) el lanzamiento de una nueva estructura de diálogo entre creyentes y no creyentes, el Atrio de los Gentiles.

La iniciativa, promovida por el Consejo Pontificio de la Cultura, es una sugerencia de Benedicto XVI destinada a crear un espacio de diálogo "con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido" (Benedicto XVI, 21 de diciembre de 2009).

El cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de la Cultura, escogió la capital francesa para acoger la primera edición de este acontecimiento como lugar simbólico de la Ilustración y su impacto en el mundo.

De este modo, entre el 24 y el 25 de marzo de 2011, tres sedes de prestigio --la UNESCO, la Universidad de la Sorbona, y el Instituto de Francia--, están permitiendo a altas personalidades del mundo de la cultura dialogar sobre el tema "Luces, religiones, razón común".

En la UNESCO, este diálogo ha sido presentado como "elemento esencial en la búsqueda de la paz y la abolición del rechazo del otro en la afirmación de la propia identidad", según ha explicado el Consejo Pontificio de la Cultura en un comunicado.

"Este diálogo tiene la misma pertinencia para nuestro tiempo que el diálogo interreligioso. Desde la perspectiva de la globalización, llama a plantearse cuestiones vitales de carácter universal y sobre los valores", explicaba el Consejo al enmarcar la iniciativa.

El encuentro comenzó con los saludos de bienvenida del cardenal Ravasi y con un mensaje grabado por Irina Bokova, directora general de la UNESCO, quien situó la sesión en el tema del diálogo intercultural, que interesa de manera particular a esta institución, después de que dedicara el año 2010 al "Acercamiento de culturas".

Varias personalidades políticas, entre otros Giuliano Amato, antiguo primer ministro italiano, subrayaron la perspectiva del debate a nivel político, cultural y social.

"La alianza entre creyentes y no creyentes dará a la libertad y a la democracia su sentido", aseguró Amato.

Aziza Bennani, embajadora de Marruecos ante la UNESCO, presentó el papel decisivo que tienen las mujeres en la sociedad y que están llamadas a desarrollar.

Henri Lopes, antiguo primer ministro del Congo, embajador de ese país ante Francia y la UNESCO, testimonió la importancia de este diálogo para promover una cultura de la paz en el mundo, más allá de los límites europeos y occidentales.

Pavel Fisher, antiguo embajador de la República Checa en Francia, subrayó el carácter decisivo de la búsqueda de sentido en el corazón de un mundo simultáneamente secularizado y religioso, e invitó a un diálogo entre diferentes visiones del mundo y del hombre.

Fabrice Hadjadj, escritor y filósofo, aseguró que no hay que tener miedo de ampliar las fronteras de este diálogo, de plantear la cuestión sobre Dios, la cuestión de la fe.

Jean Vanier, fundador de las Comunidades del Arca, testimonió el poder de transformación que procede de la calidad de una mirada dirigida a la humanidad herida. "El encuentro es más importante que el diálogo, establecer una relación de confianza", afirmó.

Monseñor Francesco Follo, observador permanente de la Santa Sede ante la UNESCO, subrayó que no puede haber humanismo sin respeto de la persona. La defensa de esta naturaleza es la cuestión principal del debate de la bioética.

Los creyentes y los no creyentes deben seguir conviviendo. No se trata sólo de tolerancia recíproca, sino de un desafío que hay que asumir, concluyó monseñor Follo.

Por Jesús Colina

Palabra de VidaAbril 2011
Palabra de Vida - Abril 2011



«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14, 36) 1.

Jesús está en el huerto de los olivos, en un terreno llamado Getsemaní. La hora tan esperada ha llegado. Es el momento crucial de toda su existencia. Se postra por tierra y suplica a Dios, llamándolo «Padre» con una ternura llena de confianza, para que le evite «beber el cáliz»2, una expresión que se refiere a su pasión y muerte. Le pide que pase esa hora… Pero al final, Jesús se vuelve a rendir a su voluntad:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Jesús sabe que su pasión no es un acontecimiento fortuito ni una simple decisión de los hombres, sino un designio de Dios. Será procesado y rechazado por los hombres, pero el «cáliz» viene de las manos de Dios.

Jesús nos enseña que el Padre tiene un designio de amor para cada uno de nosotros, nos ama con un amor personal y, si creemos en ese amor y correspondemos con el nuestro –ésa es la condición–, hace que todo coopere al bien. A Jesús nada le sucedió por casualidad, ni siquiera la pasión y la muerte.

Y luego vino la Resurrección, cuya fiesta solemne celebramos este mes.

El ejemplo de Jesús resucitado debe iluminar nuestra vida. Todo lo que se presenta, lo que sucede, lo que nos rodea y también todo lo que nos hace sufrir lo debemos saber leer como voluntad de Dios, que nos ama, o como una permisión suya, que de todos modos nos ama. Entonces, todo tendrá sentido en la vida, todo será extremadamente útil, incluso lo que de momento nos parece incomprensible y absurdo o lo que nos puede sumir en una angustia mortal, como a Jesús. Bastará con que, junto con Él, sepamos repetir con un acto de total confianza en el Padre:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

Su voluntad es que vivamos, que le demos gracias con alegría por los dones de la vida, aunque, ciertamente, a veces no es como nos la imaginamos: un objetivo ante el que resignarse, especialmente cuando nos topamos con el dolor, ni una serie de actos monótonos diseminados por nuestra existencia.

La voluntad de Dios es su voz, que continuamente nos habla y nos invita; es su modo de expresarnos su amor para darnos la plenitud de su Vida.

Podríamos imaginárnosla como el sol, cuyos rayos representan la voluntad de Dios sobre cada uno de nosotros. Cada uno camina por un rayo, distinto del rayo de quien está al lado, pero en cualquier caso un rayo del sol, es decir, la voluntad de Dios. De modo que todos hacemos una sola voluntad, la de Dios, pero para cada uno es diferente. Cuanto más se acercan los rayos al sol, más se acercan entre sí. También nosotros, cuanto más nos acercamos a Dios –haciendo cada vez más perfectamente la divina voluntad–, más nos acercamos entre nosotros… hasta que todos seamos uno.

Si vivimos así, todo puede cambiar en nuestra vida. Más que estar con quien nos gusta y amarlos sólo a ellos, podemos relacionarnos con todos los que la voluntad de Dios pone a nuestro lado. En vez de preferir lo que más nos gusta, podemos entregarnos a lo que la voluntad de Dios nos sugiere, y preferirlo. El estar completamente proyectados en la divina voluntad de ese momento («lo que quieres tú») nos llevará como consecuencia a desapegarnos de todas las cosas y de nuestro yo («no lo que yo quiero»), un desapego que no buscamos adrede, pues buscamos sólo a Dios, pero que de hecho encontramos. Entonces la alegría será plena. Basta con sumergirse en el momento que pasa y hacer en ese momento la voluntad de Dios, repitiendo:

«No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».

El momento pasado ya no existe; el futuro todavía no está en nuestro poder. Es como un viajero que va en tren: para llegar a su destino no va arriba y abajo, sino que se queda sentado en su sitio. Así es como tenemos que estar: firmes en el presente. El tren del tiempo camina por sí solo. A Dios sólo lo podemos amar en el presente que se nos da pronunciando nuestro «sí» a su voluntad de un modo fuerte, radical, decidido y activo.

Amemos, pues, ofreciendo una sonrisa, llevando a cabo un trabajo, conduciendo el coche, preparando la comida, organizando una actividad o amemos a la persona que sufre a nuestro lado.

Y no deben atemorizarnos las pruebas ni el dolor si en ellos sabemos reconocer, como Jesús, la voluntad de Dios, es decir, su amor por cada uno de nosotros. Es más, podremos rezar diciendo:
«Señor, haz que no tema nada, ¡porque todo lo que suceda no será más que tu voluntad! Señor, que no desee nada, pues no hay nada más deseable que tu voluntad.
¿Qué es lo que importa en la vida? Tu voluntad es lo que importa.
Que no me desaliente por nada, porque en todo está tu voluntad. Que no me enardezca por nada, porque todo es voluntad tuya».

Chiara Lubich

1) Palabra de vida, abril 2003, publicada en Ciudad Nueva, nº 397, pág. 24.
2) Cf. Mc 14, 36.

viernes, 4 de febrero de 2011

Palabra de VidaFebrero 2011
Palabra de vida - Febrero 2011



«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14) (1).

Esta Palabra es el núcleo central del himno en que S. Pablo ensalza la belleza de la vida cristiana, su novedad y libertad, fruto del bautismo y de la fe en Jesús, que nos injertan plenamente en Él y, por medio de Él, en el dinamismo de la vida trinitaria. Al hacernos una sola persona con Cristo, compartimos su Espíritu y todos los frutos del Espíritu, en primer lugar el de la filiación divina.

Aunque S. Pablo habla de «adopción»(2), lo hace sólo para distinguirla de la condición de hijo natural que sólo le corresponde al Hijo único de Dios. Nuestra relación con el Padre no es puramente jurídica, como si fuésemos hijos adoptivos, sino algo esencial, que cambia nuestra naturaleza como si se tratase de un nuevo nacimiento, porque toda nuestra vida está animada por un principio nuevo, por un espíritu nuevo que es el mismo Espíritu de Dios.

Y como S. Pablo, no nos cansaríamos nunca de cantar el milagro de muerte y resurrección que la gracia del bautismo obra en nosotros.

«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios».

Esta Palabra nos habla de algo que tiene que ver con nuestra vida de cristianos, a la que el Espíritu de Jesús imprime un dinamismo, una tensión que S. Pablo condensa en la contraposición entre carne y espíritu, entendiendo por carne al hombre entero (cuerpo y alma) con toda su fragilidad constitutiva y su egoísmo, en lucha continua con la ley del amor; es más, en lucha continua con el Amor mismo que ha sido derramado en nuestros corazones(3).

En efecto, los que se dejan conducir por el Espíritu deben librar cada día el «buen combate de la fe» (4) para poder doblegar todas las inclinaciones al mal y vivir según la fe profesada en el bautismo.

Pero ¿cómo?

Sabemos que para que el Espíritu Santo actúe es necesario que nosotros correspondamos. Al escribir esta Palabra, S. Pablo pensaba sobre todo en ese deber de los seguidores de Cristo que consiste precisamente en negarse a uno mismo y luchar contra el egoísmo en sus formas más variadas.

Pero este morir a nosotros mismos es lo que produce vida, de modo que cada corte, cada poda, cada no a nuestro yo egoísta es manantial de nueva luz, de paz, de alegría, de amor, de libertad interior; es una puerta abierta al Espíritu.

Al dejar más libre al Espíritu Santo, que está en nuestros corazones, Él podrá prodigarnos sus dones con mayor abundancia y podrá guiarnos por el camino de la vida.

«Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios».

¿Cómo vivir, pues, esta Palabra?

Ante todo, debemos ser cada vez más conscientes de la presencia del Espíritu Santo en nosotros: llevamos en lo más hondo un tesoro inmenso, pero no nos damos cuenta suficientemente; poseemos una riqueza extraordinaria, pero en su mayor parte no la aprovechamos.

Además, para oír y seguir su voz, tenemos que decir no a todo lo que vaya contra la voluntad de Dios y decir sí a lo que Él quiera: no a las tentaciones, cortando inmediatamente con sus instigaciones; sí a las tareas que Dios nos ha encomendado, sí al amor al prójimo, sí a las pruebas y dificultades con las que nos encontramos…

Si actuamos así, el Espíritu Santo nos guiará y dará a nuestra vida cristiana ese sabor, ese vigor, esa garra, esa luminosidad que no puede dejar de tener si es auténtica.

Y también quienes estén cerca de nosotros se darán cuenta de que no sólo somos hijos de nuestra familia humana, sino hijos de Dios.

Chiara Lubich



1) Palabra de vida, junio 2000, publicada en Ciudad Nueva, nº 366, p. 24.
2) Cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5.
3) Cf. Rm 5, 5.
4) 1 Tm 6, 12.